
Tres décadas después de su muerte, Carlos Monzón se convirtió en una caja de pandora. Abrir su historia implica dar rienda suelta a debates sobre temas trascendentales como masculinidad, machismo y violencia de género. Obvio, también de boxeo
El 8 de enero de 1995 murió el “Sauce de largos brazos”. Así bautizó Julio Cortázar a Carlos Monzón en su cuento La noche del Mantequilla. Amante del boxeo, el escritor dotó de lírica a una de las figuras más preponderantes del deporte argentino. Aunque la vida del “Sauce” se apagó de repente en un accidente de tránsito, hacía tiempo que tenía las hojas amarillentas, tal como las páginas de las revistas de El Gráfico que contaban sus hazañas en los rings de la década de 1970. El boxeador perdió la vida mientras viajaba por las rutas santafesinas durante una de sus salidas transitorias del penal de Las Flores. Allí cumplía su condena por el femicidio de Alicia Muñiz en 1988.
Quien escribe estas líneas debe confesar que perdió hace mucho su encanto por el boxeo. Recuerda con cariño las madrugadas de sábado en las que miraba Combate Space con su tío canillita, mientras este esperaba la hora para ir a buscar el Puntal dominguero. El profundo aroma del tabaco negro de los 43/70 rondaba en el aire mientras Jorge “locomotora” Castro o Juan Martín “látigo” Coggi sostenían la bandera del pugilismo argento. Los años, Dante Panzeri y el negocio, hicieron que le perdiera el gusto a eso de ver a dos muchachones molerse a trompadas.
Eso sí, como amante del deporte y de la historia no puede evitar cierta admiración por los héroes del pateon del boxeo argentino. En ese olimpo de los rings, Monzón es Zeus. El santafesino se ganó el bronce de la historia con un halo victorioso casi inmaculado. Defendió el título mundial de los medianos de la Asociación Mundial de Boxeo en 14 oportunidades. Nadie le sacó la corona, se la quitó el solo. Se retiró sin ocaso ni tragedia. En todo caso, le llegaron cuando ya se había bajado del cuadrilátero.
Era tal cual lo describió Cortázar. Desde sus 181 centímetros controlaba el ring a su antojo. Sus largos brazos se movían muy rápido y le daban un alcance temible. Su cross de derecha era incontenible. Tomaba distancia, llevaba el hombro hacia atrás como si tensara un arco y descerrajaba tirando el cuerpo hacia adelante, cargando todo el peso en el golpe, algo así como un gran sacador en el tenis. No era un simple pegador. Uno de esos que de tanto tirar piñas meten una. Tenía un ojo clínico para encontrar los espacios. Era preciso para impactar y abrir una defensa. Una vez que la derecha rompía, la velocidad y el alcance hacían el resto. Combinaba cuatro golpes en menos de cinco segundos y el trabajo estaba terminado.
Monzón cumplió con todos los tips para hacer de su historia una película. Su vida se toca en varios puntos con la de Maradona. Fue de la villa a Montecarlo. Tan fílmica fue su vida que terminó actuando. Fue partenaire de Palito Ortega, galán de Susana Giménez y dirigido de Leonardo Favio.
El nocaut de Monzón a Nino Benvenuti está catalogado entre los mejores de la historia.
A finales de los 80, del boxeo y la farándula solo quedaban los excesos. El 14 de febrero de 1988, después de una noche de festejos por la noche marplatense, Monzón golpeó, ahorcó y arrojó por el balcón a Muñiz. Tiempo después, en un mediático juicio (que incluyó al personaje del cartonero Baéz), fue condenado por homicidio simple.
En plena mesa navideña, el autor de estas líneas participó en una discusión sobre Monzón. Todo empezó cuando quien escribe hozó decir que Susana Giménez formaba parte de la cultura popular argentina. Un sector de la mesa -la contemporánea a los triunfos de Monzón- respondió al grito de: “Para nosotros fue la que separó a Monzón de la “pelusa” (Mercedes García, primera esposa del boxeador)”. Del otro lado contestaron con: “Ah claro, Monzón no hizo nada. Era un santo”. En ese intercambio, la brecha generacional puso sobre la mesa los cruces de significados que hay en torno a la figura del “sauce” que tanto maravilló a Cortázar. Monzón fue el símbolo de una forma de entender la masculinidad en Argentina que hoy entró en cierta crisis. Esa en la que la mujer es una Eva que ofrece el fruto prohibido y el hombre un Adam ingenuo que se deja llevar por el impulso y es engañado.
Cuando sucedió el crimen de Alicia Muñiz hubo cierta reacción feminista. No se habló de femicidio claro, pero el caso abrió cierto debate. Estuvo presente el famoso “algo habrá hecho” para justificarlo. El machismo argentino cargó las tintas en la propia Muñiz, convirtiendo a la víctima en culpable. No faltó eso sí, la dosis de hipocresía general para atribuir el asesinato a la condición de origen de Monzón. Asociar violencia de género con pobreza y analfabetismo es algo que siempre le resultó sencillo al argentino medio.
Como casi siempre que un ídolo cae en desgracia, el “sauce” se quedó solo. Los que se aprovecharon de su fama y de sus puños desaparecieron. Hicieron lo mismo los amantes del boxeo que cantaban “¡Y pegue, pegue, pegue Carlos, pegue!”. Esas manos vanagloriadas, que otrora hicieron vibrar a un país, pasaron a ser las manos de un monstruo. Monzón, el representante del “macho argentino”: viril, arrojado y, sobre todo, ganador, se convirtió en una bestia que nada tenía que ver con los valores de la civilización argenta. El mundo del deporte hizo lo de siempre en estos casos: encogió los hombros y abrió las manos.
Ese raro efecto purificador de la muerte y el paso del tiempo hicieron que el último adiós a Monzón fuera un evento a toda orquesta. El entonces gobernador de Santa Fe, Carlos Reutemann, organizó todo para que el boxeador fuera velado en el Palacio Municipal de Santa Fe. No faltó nadie del ambiente del boxeo y de la política. Según la crónica del diario local, El Litoral, más de 60 mil personas acompañaron el féretro hasta el cementerio y en el proceso se entonó alrededor de 15 veces el himno nacional argentino. Todo eso en el entierro de un asesino condenado. Del velatorio de Alicia Muñiz hay pocos registros. Cuentan que asistieron sus familiares y algunos amigos.
Ídolo, campeón, macho, galán, machista, asesino y femicida, Monzón es también uno de los mejores prismas para mirar a la sociedad argentina. El sauce de largos brazos se secó hace rato, pero se petrificó para estar presente cada vez que en Argentina se hable de violencia de género, machismo y, por supuesto de boxeo.
Del Autor
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