La comunidad del rol

Espíritus japoneses, magos, piratas del siglo XVII y demás seres pululan en La Comarca. Inspirada en la tierra media de J. R. R. Tolkien, la única ludoteca de la ciudad de Río Cuarto se convirtió en el hogar de todos aquellos que quieran, al menos por un rato, habitar otra vida

Esta es la historia de cómo nos morimos. Éramos cuatro y caímos uno por uno. Fue entre el 8 y el 14 de junio de 1944, a pocos kilómetros de la costa de Normandía. La bala de un francotirador perforó el corazón de Nicholas, una mina desmembró a John y una herida infectada se llevó a Cliff. De estas últimas dos bajas, no fui testigo. Una ráfaga de metralla me atravesó a la altura del esternón. Pólvora y sangre se esparcieron por mis pulmones. La podredumbre subió por mi garganta y mis oídos se taparon. Quien escribe repasa esta historia en su cabeza, mientras camina de regreso a casa. No pasó en Francia ni duró seis días. Ocurrió en Río Cuarto y en apenas dos horas, poco más que un partido de fútbol. Ese es el efecto que logra un GM (Game Master) en una sesión de rol en La Comarca, la única ludoteca de la ciudad.

El rol es una experiencia multisensorial. “Para ser buena, una campaña tiene que envolverte”, le repetirán al autor de esta crónica los habitantes de La Comarca. Si uno no se siente fagocitado por el juego, algo no funciona. O a uno no le gusta o el GM no armó una buena historia. No se trata solo de un juego de mesa, sino de una trama narrativa. Es ponerse en la piel de otro para vivir su historia. Aun cuando uno pueda aprender a entregarse a la experiencia, depende mucho de las ganas. No cualquiera puede integrar la comunidad de La Comarca y no cualquiera puede encontrarla.  

Fiel a su contraparte tolkieniana, La Comarca pasa desapercibida para aquel que no sabe de lo que se trata. Así como los demás habitantes de la Tierra Media apenas si notaban al hogar de los hobbits, la ludoteca no llama mucha la atención. Resulta difícil percibir que en ese lugar quepan la Francia de 1940, el castillo de Hogwarts y los mundos del horror cósmico lovecraftiano. Una placa de vidrio pegada a la pared con el nombre del lugar es el único distintivo. Es un sitio escondido. Ni siquiera está en una esquina. Se trata de la planta baja de una casa, ubicada casi a mitad de cuadra en el medio de otras dos, en calle Hipolito Yrigoyen al 1353. De día, el aspecto más llamativo es su fachada verde inglés. Uno de los pocos árboles de la cuadra es su centinela. De noche, se encarga de evitar que llegue la luz blanca de la calle, formando un cono de sombra justo en la entrada del local.

Con ese panorama se encuentra el que llega por primera vez. La única referencia es una pizarra apoyada al lado de la puerta que dice: “Habla amigo y entra”. La frase es un guiño a los amantes del mundo de Tolkien. Es el grabado que aparece frente a las puertas de Durin en el Señor de Los Anillos. Aunque se decodifique el mensaje, no queda muy claro cómo se debe proceder. Uno no cree que decir “mellon” -“amigo” en Elfo- abra un portal de manera mágica como en el libro.  Tras un instante de duda, se hace lo que siempre ante la puerta cerrada de una casa: tocar el timbre. Instantes después, Emiliano -uno de los dueños- abre, la vuelta y proclama: “Bienvenido a la comunidad, que no necesariamente es la del anillo”.

Cualquiera que se convierta en asiduo habitante del lugar descubrirá que esa frase es un latiguillo. La escuchará cada vez que alguien nuevo llegue a La Comarca. “Es parte del protocolo de bienvenida” -finge solemne Emiliano- “Para que vaya sabiendo que acá adentro hay gente muy particular”. También comprenderá que en el cartel está una de las claves para entender el funcionamiento del lugar. El que es “amigo” ya sabe que no hay que tocar el timbre, que la puerta de entrada está abierta. Uno simplemente pasa. Cómo en toda casa antigua, hay una antesala con una puerta de vidrio. Está sí está cerrada con llave. Para entrar, bastará con asomar su rostro y ser reconocido. 

Emiliano es comunicador social. Es camarógrafo en el canal de la Universidad Nacional y productor de ciclos de periodismo científico. Es también, Jack el Jedi, fanático de Calabozos y Dragones y GM de juegos de rol en general. Es el esposo de Aylin con quien comparte el gusto por la ciencia ficción y el fantasy. De esa conjunción surgió La Comarca. Ellos y otras cinco personas conforman el staff del bar. Se ocupan de cocinar, servir las mesas, atender las reservas y organizar las mesas de juegos.

Los “parroquianos” son los clientes habituales de La Comarca. El apodo se los puso Jack, en honor a Moe Szyslak, cantinero de Los Simpson. Junto a los siete integrantes del staff componen la comunidad que habita la ludoteca. Son 25 personas. El más chico tiene 17 años y el más grande 41. Diez son mujeres, once son hombres y cuatro no se identifican con ninguno de esos dos géneros. La mayoría son amigos de los GM y se juntaban con ellos desde antes que se abriera el bar. Cuatro se sumaron con el local en funcionamiento. Descubrieron allí al Rol y no lo pudieron soltar. Quien escribe, se convirtió en el número 26. 

“Uno se termina acostumbrando” -sonríe Mariano- “Es el ojo que todo lo ve”. Al decir estas palabras levanta su brazo izquierdo y curva su mano. Es el mismo gesto y casi las exactas palabras que dice Boromir al hablar del ojo de Sauron en el Señor de los Anillos. Ese personaje al que Mariano representa con su vestuario. Esta noche la Tierra Media es el mundo elegido para habitar. Él es un “parroquiano” y hace este comentario al ver llegar allí a quien escribe vestido de hobbit. Para llegar a destino debió atravesar catorce cuadras ataviado con un pantalón de vestir verde musgo sostenido por tiradores marrones, una camisa blanca, una manta verde a modo de capa y, colgada en el cuello, una réplica del Anillo Único. El viaje no duró más de quince minutos, un entretiempo, pero pareció una procesión. Es que uno cree que sabe lo que es sentirse observado hasta que efectivamente es observado. De las 15 personas que el autor de estas líneas se cruzó, once miraron inquisidores. “Ah pero que bien que estamos ¿eh?”, escuchó a sus espaldas. Aceleró el paso todo lo que pudo hasta encontrarse con la puerta de La Comarca y leer el mensaje que, desde un tiempo a esta parte, se ha convertido en un mantra: “Habla amigo y entra”.

Antes de la creación de La Comarca, los grupos pululaban sin lugar fijo. Quienes vivián solos aportaban sus casas, pero el ritual no era el mismo. “Mi novia dice que me ama, pero no tanto para transformar el monoambiente en una subsede de Calabozos y Dragones”, ironiza el GM Diego y el autor de estas líneas presiente que en su departamento pasaría algo similar. De hecho, cuando habló de su nueva afición, su cuñada giro la cabeza y con la sonrisa con la que se le habla a un niño le dijo: “¿No te parece que estás un poco grande?”.  La mirada del que no forma parte de la comunidad deja de molestar después de un tiempo, cuando la satisfacción del juego, vence a los complejos de vergüenza que pueden aparecer.   

Esa noche fue un bautismo. Fue la prueba de que quien escribe no se había tomado en broma lo del rol. No se trataba de una moda pasajera. Por qué jugar, juega cualquiera, pero eso no basta para formar parte de la comunidad. Al rol hay que habitarlo con los cinco sentidos. Cruzar ese umbral otorga acceso en más de un sentido.

El lugar posee cinco espacios habilitados al público, todos adornados con cuadros alegóricos al mundo de Tolkien, diseñados en estilo modernista por el propio Jack. Al franquear la puerta de vidrio de la antesala, a la derecha hay una mesa de madera de pino clara, sin pintar de un metro y medio de largo. Cual living, es el ámbito para recibir a las visitas. En esa mesa juega la gente que quiere tener su primera experiencia. Aquellos que quieren probar o que vienen una vez cada tanto. Al frente, un pasillo nos conduce a tres habitaciones más. Al fondo, a la izquierda, está el bar propiamente dicho. Al ingresar, uno se encuentra con una barra corta de madera que da a la cocina. Predominan el olor a café, pizza y tostados. La banda sonora del Señor de los Anillos interpela al oído. Es el único espacio con música funcional. Más grande que los demás, posee cuatro mesas similares a las de la entrada. Dos ventanas dejan ver el patio que, según el staff, será utilizado con algún fin cuando la temperatura lo permita. El espacio sirve para recibir a los que vienen a utilizar los más de 50 juegos de mesa que ofrece el local.

Es aquí donde se empieza a rendir exámenes para ingresar a la comunidad. Si bien se puede ir con un grupo a jugar, las mesas son abiertas. A saber, si alguien llega sólo y quiere sumarse, preguntará si puede. No hay una ordenanza escrita que obligue a decir que sí, pero no hacerlo implica un desaire a esa lógica comunitaria que rige en La Comarca. Se trata de conocer gente que comparte el mismo gusto por este tipo de actividad, si uno no se abre a esa experiencia, difícilmente pueda comprometerse en algo tan colectivo como lo es un juego de rol.

Superar esa sensación incómoda que implica aceptar al extraño, es uno de los primeros requisitos para entrar a la comunidad. Llegar solo y sumarse a las mesas sin saber quiénes son tus compañeros de aventura es una muestra de apertura. Así se forja la identidad propia dentro de la Comarca. Como si fuese un juego de rol en sí mismo, uno allí es un avatar. Un anfibio que se adecua al contexto que cada juego propone.

En la comunidad uno no es uno mismo. Todo aquello que es afuera se queda afuera. Allí no hay espacio para las discusiones sobre el devenir del mundo. Fútbol, política, y todo aquello que conforma la identidad cotidiana queda pendiendo del árbol de la entrada. La única vez que quien escribe aventuró un chascarrillo de actualidad política, fue censurado por miradas impías y silencios piadosos. Es como entrar a la Casa de Blanco y Negro en Braavos. Sacarse la cara, para poder probarse todas las demás. Uno deja de ser uno, para ser un elfo, un soldado de la segunda guerra o un plomero ugandés extraviado en el palacio de Buckingham. 

Asumida la suspensión del Yo, uno empieza a ganarse la confianza de la comunidad. Con ella, llegan las llaves para los otros tres cuartos que tiene el bar, destinados únicamente a los “parroquianos”. Dos de ellos están a la derecha del pasillo, en frente del salón grande. Más pequeño que el anterior, alberga ocho mesas cuadradas que se acomodan cual Tetris de acuerdo al uso que se les quieran dar. Allí los “parroquianos” juegan los Duel Commanders de los viernes. Se ponen en la piel de generales que comandan ejércitos o bestias medievales impresos en cartas. La tinta se percibe al tacto. Al ver el cuidado con el que se trata a esas herramientas, uno podría conjeturar que son joyas.   

Unos pasos antes, está el cuarto más chico de todos, de unos cuatro metros cuadrados. Posee solo una mesa para cuatro personas. El mobiliario lo completa una biblioteca de un metro y medio de alto y dos de largo. En orden alfabético, allí descansa el canon bibliográfico de la comunidad. George Martin, H.P. Lovecraft y J. R.R. Tolkien cruzan espadazos y hechizos con bestiarios y reglamentos de Calabozos y Dragones. Tener esos archivos en el disco rígido es condición primigenia para ser un GM en La Comarca. Ese espacio es uno de los escenarios del rol de viernes y sábados.            

En ese mismo cuarto, al lado de la biblioteca, se encuentra el ingreso al último de los cuartos habilitados para la comunidad: el sótano. “Ojo con los murciélagos”, bromeó Jack al autor de estas líneas la primera vez que lo llevó allí. Decorado con telas negras y telarañas falsas, es el espacio destinado a los juegos de rol de terror. No es más chico que la sala por la que se accede, sin embargo, se percibe así por su ambientación. La música, la respiración y hasta el silencio reverberan. El humo del incienso lo copa todo, a veces se vuelve intolerable. No hay señal de celular ni llega el wifi. De los que ingresan a jugar, pocos salen con vida o completos.

El último paso para la conversión al rol es ser capaz de crear un universo narrativo. Se trata de crear una sesión de rol y comandarla. Prepararla, la primera vez, lleva alrededor de unas 10 horas, como ir desde Río Cuarto a Buenos Aires en micro. Lejos de las dos que le lleva a un experimentado. Hay que pensar el género, la historia, los personajes, sus habilidades, las libertades que se les van a dar a los participantes y preparar las salidas alternativas que se pueden producir. No se inventa en el aire. Están los modelos clásicos, así como también las creaciones que cada GM, liberadas de cualquier tipo de licencia.

Una vez puesta la cara de GM, la comunidad se compromete a consumar el ritual. Vencidas las primeras dudas, uno se cree capaz de dominar ese universo. Cual director de teatro, mueve las piezas con la autoridad que da la confianza. Disfruta viendo como los jugadores resuelven las encrucijadas elucubradas y descifra como seguir de acuerdo a lo que palpa en el ambiente. “Con el tiempo aprendés a leer las caras y te das cuenta si lo que estás contando prendió en los jugadores”, confirma Jack cuando le consulto sobre las sensaciones de mi debut como GM.

Ser jugador de rol implica un compromiso creador. Uno habita las reglas que propone otro y las reinventa sentado en una mesa. Uno se vuelve un genio creador que invita a otros a vivir en su mundo. La conjunción es tal que es capaz de hacerle creer a uno su propia muerte.

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