La vida es una anédota

Crítica o algo así

Coppola, el representante

Más allá de si sus relatos son totalmente reales o no, la historia de Guillermo Coppola revivió en su biopic y con ella, los `90

Vestido con camisa verde petróleo, un domingo al mediodía en el jardín de una mansión de Barrio Parque, Guillermo Coppola (Juan Minujín) llama a los bomberos. Mientras con la mano derecha sostiene el teléfono, con la izquierda intenta extinguir el fuego de un hombre que se revuelca por en el piso con el agua que sale de una manguera. En esa misma extremidad sostiene una bolsa con cuatro cajas de ravioles de seso. Es el pedido que le hizo para almorzar en esa casa Diego Maradona. El “diez”, ya fue evacuado del lugar que, detrás del representante, empezó a incendiarse producto de una juerga que incluyó pruebas con fuegos artificiales. Adentro todavía se agitan las aguas de esa fiesta que no tiene nada que envidiarle a una bacanal romana. Hay sexo, drogas, alcohol y hasta un pony. Todo eso en medio de muebles clásicos de más de 100 años, comprados por el dueño de la casa, un abogado que alquiló su casa para pasar el verano de 2001/02 en San Ignacio, Uruguay. No faltará el amante de la objetividad que en ese instante, decida apretar el botón de stop, detenga el capítulo final de la serie “Coppola, el representante” y diga: “Eso no fue tan así, está exagerado”. Una respuesta probable sería: “¿y? ¿Qué problema hay”. No todo lo que pasa en la vida es digno de volverse una historia que contar. Por eso se las condimenta. Una anécdota no causa impacto por atenerse exhaustivamente a la verdad, sino por cómo está contada.

Las biopics son parecidas a las anécdotas. También están basadas en hechos reales. Cómo la realidad a veces defrauda o es insípida, se le añaden condimentos para que tenga más sabor. Jacques Ranciere decía que “ficción” no tiene sólo que ver con la idea de fingir. Su raíz –Fingere– también significa armar o forjar. Articular de manera diferente una serie de hechos, añadiendo u obviando algún que otro detalle, no tiene por qué ser entendido como un invento. No se trata de mentir, a veces se trata de hacer más entretenida la realidad. Y si de eso se trata, nadie mejor que Coppola. Por eso una biobic sobre su vida es un compendió de anécdotas.

Las anécdotas pasan una tras otra, como si Coppola las contará sentado en la mesa de un bar. Aquella vez que engatusó al presidente del Napoli para no tener que pagar la Ferrari negra de Diego. También cuando animaba la noche de una disco de los 90 y hacía bailar al ritmo de “El Tiburón” a Daniel Scioli y Karina Rabolini. O la vez que, buscando llegar al corazón de una modelo, le pidió el helicóptero a Carlos Menem Junior (la escena incluye un guiño a “Apocalipsis now” con Las Valquirias sonando de fondo). 

El debate podría detenerse en sí todo eso es cierto o no, pero se perdería el encanto de la serie, que es esa invitación a desandar el camino hacia la década del 90 o, más precisamente, al “menemato”. Recorrer esa era de la mano de uno de sus personajes icónicos y ver cómo se entremezclan la política, el fútbol, la noche, la farándula, las vedettes y la “coca”.  

Minujín no es Coppola y no quiere serlo. No es una mímesis, tiene mucho de su estilo y sus señas particulares, pero no es una copia exacta. El personaje es aún más rico que él que creó de sí mismo el propio Coppola. Representa a esa especie de pseudodandi porteño, canchero, chanta, pero en algún punto querible. Agrandado como para negociar con Enzo Ferrari la construcción de una Ferrari negra, atrevido como para comerle la boca de un beso a “Yuyito” González frente a los cardenales emisarios del Papa, sensible como para llorar por la muerte de una señora italiana que le recordaba a su abuela, hábil y entrador como para granjearse el cariño de unos presos y hasta manipulador como para, en medio de una cena romántica, pedirle a su pareja que aborte. 

No faltará el puntilloso amante de la objetividad que levante el dedo acusador o el centenial/milenial que vaya a google para recordar que Maradona pasó por Boca por lo menos un año antes de que apareciera la publicidad de Vinos Maravilla y no al revés como lo muestra la serie. Pero inmiscuirse en esa discusión de almanaques, impediría ver como un empleado de banco se convierte en el manager de Maradona. Con un revival a los 80, la serie muestra el florecimiento de un negoció que fue a la par del del fútbol. Ese que pasó de ocupar oficinas en el centro porteño a convertirse en multinacionales que manejan activos financieros. Ese que unos años después, le permitió a Cristian Bragarnik pasar de editar vídeos en un videoclub a ser dueño de jugadores y clubes.

Los 90 no sólo están en los hechos, también están en la estética. Al estilo de la serie Tiempo de Ganar (la de los Lakers de los 80), el director Ariel Winograd, le da un toque noventoso a la estética de las imágenes. Además, deja guiños para los que transitaron esa época como el inicio de uno de los capítulos al estilo de los viejos VHS con el logo y la música de Gativideo.   

Diego está y no está. No se lo ve nunca, pero su imagen es omnipresente. Ni siquiera es una voz en el teléfono, solo se sabe que reclama todo el tiempo la atención de Coppola. Es casi su razón de ser. A medida que su imagen se vuelve una foto cada vez más ajada, también lo hace la de Coppola. En la serie, el “diez” deja de ser el “caballito ganador” y se convierte en un ser caprichoso que vive en el caos.

Quizás sea verdad que nadie salió de la casa de Barrio Parque prendido fuego, pero para qué matar a la anécdota. En definitiva, cuando se trata de ficción, no importa si la historia es real, sino lo que cuenta y como está contado.        

Del Autor  

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