
Noches de Hostels
La extraña sensación de dormir con extrañosNueva entrega de las desventuras de Manuel Mardones, un chuncano suelto en suelo porteño
Noches de Hostels
Cuando Mardones definió que su centro de operaciones en Buenos Aires iba a ser el hostel de la calle Charcas, comprendió que seguro viviría nuevas experiencias. Rara vez viajó sólo más de un día y nunca estuvo solo en este tipo de hospedajes. El lugar era una más de las casas antiguas recuperadas que se salvó de desaparecer y convertirse en una torre modelo de 20 pisos. Ventanales con vitrales estilo andaluz le dan al edificio una luminosidad que contrasta con la frialdad que emerge de las gruesas paredes. Esas que son una bendición en la canícula de marzo y serán un problema en los pocos días fríos que tendrá el inusual invierno 2023.
De todas las experiencias, quizás la que más aprendizaje le está dejando es la de pernoctar rodeado de desconocidos. Es un tipo de soledad que nunca sintió. Es estar solo en una habitación repleta de gente y en una de las situaciones más íntimas que puede haber, como es la de dormir. Las primeras noches, una parte suya se rehusaba a irse a la cama. No quería verse ante las obligaciones sociales que se pueden presentar en interacciones con extraños.
Durante toda su vida, Mardones consideró a su habitación como su propio reino. En la adolescencia era una dimensión en la que el tiempo y el espacio se movían a su gusto y placer. Sólo su madre tenía permitido el ingreso cada tanto, para hacer una limpieza a fondo. En la pieza, los sentidos saben a qué se enfrentan. Conocen los olores, sabores y superficies, le son propios. Cualquier agente externo puede contaminar el medioambiente. Después empezó a convivir, se casó y comprendió que debía compartir sus dominios con alguien más.
Pero su incomodidad con la pieza compartida no sólo se trata de una cuestión posesiva, sino porque entiende que el dormitorio es el lugar de los secretos. Allí se esconden -de los otros- y se liberan -para bien de uno mismo- partes de la psiquis que no suelen salir a pasear. El cuerpo entiende que en el sueño está suelto de todas las ataduras. El cerebro entra en stand by y el organismo se mueve a su antojo. Nunca se sabe que puede pasar cuando el inconsciente es el que manda y uno anda paseando perdido en el reino de Morfeo.
Su pudor llegó al extremo cuando cayó en que la habitación era mixta. Mardones nunca compartió un cuarto con una mujer a la que no estuviera unido por lazos de sangre, amistad, amor o sexo. No sabe lo que es dormir a escasos metros de alguien del sexo opuesto sin que haya alguna conexión. Para no incomodar, ni ser incomodado, al cambiarse de ropa, hará malabares y se volverá un poco contorsionista. Descubrirá que una cama cucheta, no es el mejor lugar para cambiarse de pantalón.
Al principio le costaba dormirse. Tenía cierta incertidumbre de que a su cuerpo no se le ocurriera salirse de control y molestar a los demás durmientes. No ayudaba que siempre hubiera alguno de sus acompañantes con problemas respiratorios. Una de las noches asistió a un recital de ronquidos. Si hasta parecía que dialogaban como en una ópera.
Como compañeros de aventura, Mardones vio pasar a todo un variopinto de nacionalidades y edades. En general eran turistas. Extranjeros que se duermen a las diez de la noche, respetando el uso y costumbre de sus países. Otros sufren del jetlag y sufren al vivir a destiempo, como una pareja de australianos que estaban medio mareados por las 14 horas de diferencia. Estaban aquellos que decidían dárselas de vampiros y salían noche sí y noche también. Había otros pajueranos, con los que Mardones entabló alguna que otra conversación.
En algún momento Mardones comprendió que debía soltarse un poco más para sacarse la soledad de encima. Así se prendió en disparatadas conversaciones en las que comprobó que hay lenguajes universales. Por ejemplo, cuando compartió una mesa con una española, una suiza (que hablaba italiano y alemán) y un surcoreano que sólo sabía un poco de inglés. Entre fonemas diversos y señas ininteligibles, consiguió explicarles los beneficios que tenía el uso del bidet.
Los únicos que salieron de la norma fueron dos muchachones de 40 y pico que llegaron una noche con una valija grandota, color negro. Aparecieron a eso de las 21 de un martes, hicieron rápido el check in y se sentaron a tomar varias cervezas. Uno era flaco, canoso y estaba vestido como el personaje de Daniel Hendler en Graduados (como si viniera de los tardíos ´80, con camisa a cuadros sobre remera de los Smiths), el otro estaba vestido formal, de negro y peinado a lo Diego Peretti en Los Simuladores. Mardones los escaneó de arriba a abajo y luego se concentró en lo suyo. No se percató cuando se fueron a dormir, pero al llegar a su habitación los descubrió durmiendo en la cucheta que estaba frente a la suya. En la superior “Peretti” y en la inferior “Hendler”. Ambos estaban vestidos, solo se habían sacado los zapatos y no descendieron las camas. Al pie de la cucheta descansaba la valija que, según pudo ver Mardones en la oscuridad, tenía un candado de exagerado tamaño.
Cómo a las dos de la mañana, Mardones escuchó susurros en la habitación. Comprobó que arriba suyo no había nadie y en la litera más cercana, un asiático y un rubio reposaban sin inconvenientes (coloquialmente se podría decir que torraban a pata suelta). Los que hablaban eran los extraños personajes de enfrente. Lo hacían de una cama a la otra y en un volumen que se podía entender.
“Habla más bajo pelotudo”, dijo “Peretti” y “Hendler” le respondió: “Pero si estos no entienden, aquel es chino y estos dos, sabe dios si son ingleses o yanquis”. En ese diálogo Mardones advirtió dos cosas. La primera, que lo habían confundido con un extranjero y la segunda, que era mejor no delatar que se había despertado. La temática de la que hablaron no sonó muy inocente. Tenían que cerrar un trato con alguien y en la valija estaba el pago (o el producto) necesario para hacer la transacción. Hablaron de hacer las cosas “de callado” y sin “avivar giles”. Al cabo de un rato la conversación se cortó. Manuel no pegó un ojo, imaginando mil y una historias respecto del contenido de la valija. Fatalista como es, en cada una de ellas terminaba muerto.
Los dueños de la valija partieron antes del amanecer. Esa mañana, Mardones se vio abordado por los empleados del hostel, que ya lo conocen y le tienen confianza, para saber detalles de los personajes con los que había compartido habitación. Manuel, que todavía tenía en su cabeza las posibles muertes que había imaginado, decidió hacerse el sonso y respondió con el gesto de los tres monos sabios.
Del autor
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