Buenos Aires, la Reina del Plata, la ciudad en la que atiende dios

Crónicas de un pajuerano I

Un rastacuero digital

Comienza el viaje

Tinta Deportiva inaugura una nueva serie. Un amigo, Manuel Mardones, decidió estudiar en Buenos Aires y vivir experiencias extrañas para un nacido en las entrañas de una provincia de tierra adentro. En cada crónica, podrán deleitarse con algunas de las canciones de la playlist que nuestro viajero se armó para la ocasión. Esta es la primera entrega de las “Crónicas de un Pajuerano”. 

Crónicas de viaje de un pajuerano

Los textos que vienen a continuación forman parte de un raconto de historias vividas por Manuel Mardones, un argentino del interior del interior, cuando decidió estudiar una maestría en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Son relatos sobre temas diversos surgidos de una mente que, harta de solo conversar con ella misma, decidió sacar afuera algunos de los pensamientos que se le cruzaron durante los primeros seis meses de travesía. Los preparativos, sus compañeros de hostel, la geografía de esa inmensa ciudad y otras cuestiones aparecerán en los siguientes párrafos. Los personajes -incluyendo al principal- son reales, solo que por precaución (en verdad es por capricho de quien escribe) los nombres que aparezcan no tendrán ninguna coincidencia con la realidad.

Mardones se definirá a sí mismo como un pajuerano, que es aquel que proviene de un pueblo o ciudad pequeña y no sabe bien como adaptarse al ritmo, las normas y las costumbres de las grandes capitales. Es una pincelada desubicada en el gran mural de la Reina del Plata. No es turista común, ni quiere serlo. Acaba de llegar, pero no quiere ser un extraño. Conoce la ciudad, pero mucho de ese supuesto conocimiento es una figura onírica engendrada por su mente de niño adolescente. Estos escritos, en parte, mostrarán la colisión de esa imagen antigua, con su mirada actual, en la que ya hay mucha más vida vivida. 

 

Rastacuero digital

 

Manuel Mardones no es un rastacuero original, ni quiere serlo. No es el Don Polidoro de Lucio López y está lejos de ser el hispanoamericano en París que describe Rubén Darío. No quiere serlo y cuando se descubre teniendo actitudes similares a las de estos personajes, se detesta. Pero eso no evita que no se entregue a algunos de los placeres que el “rastacuerismo” ofrece.

Han pasado casi dos siglos desde aquella vivisección que López hizo del estereotipo. Condensó en un personaje todas las características de estas personas provenientes del ya no tan “nuevo mundo”, que querían sentirse -al menos por un tiempo- parte de la comunidad del en ese entonces moderno “viejo mundo”. Aquellos personajes que pululaban en las grandes capitales han sobrevivido al paso de las décadas, se han adaptado y hoy siguen aumentando la densidad de población de esas ciudades. Buenos Aires, como buena capital (tercermundista, pero capital al fin) también tiene los suyos. Mardones pelea por no convertirse en uno de ellos, por no parecerse a los que ve. Su problema es que hay conductas y características que lo acercan bastante a Don Polidoro o en todo caso, a lo que este representa.

Nacido en el interior del interior, Mardones se crió con la idea de una Buenos Aires mítica. Era el mostrador por el que atendía Dios. El hogar de los presidentes y otros entes poderosos. Una tierra copada por el cemento y atiborrada de gente, en la que el tiempo corría más rápido. Un centro urbano interminable que contrastaba con la bucólica melancolía de su ciudad del sur de Córdoba. Un espacio en el que era cotidiano lo que en su casa no. En Río Cuarto se le decía shopping a una galería con seis locales y un complejo de cines en la planta alta; no había McDonalds, Starbucks, ni ninguna otra cadena y el centro de la ciudad no se extiende más allá de cinco cuadras a la redonda de la plaza principal (Más de 20 años después, el panorama no cambió mucho). El tango, el cabildo, Boca y River, el Río más ancho, la Plaza de Mayo, el Obelisco y el delito, se mezclaban en su cabeza, conformando el imaginario de un lugar en el que cabía todo, algo así como la Springfield de Los Simpson.

Llegado al mundo a finales de 1980, Mardones creció en los ´90, esa década en la que parecía haber una fiesta permanente, en la que nadie sabía bien que se celebraba y pocos hablaban de quien iba a pagar los gastos. Fueron años en los que el tipo de cambio hizo a Buenos Aires aún más mítica. A través de la TV, la ciudad brillaba, parecía menos tercermundista. Por ella desfilaban las principales figuras y productos del mundo pop. La capital se volvió más del centro y el interior quedó más periférico. Esa imagen idílica que venía por los rayos catódicos, caló aún más cuando la conoció de adolescente, como un turista más. Esa Buenos Aires fue para Mardones, la París de aquellos que viajaron hace un par de siglos atrás.

Quizás fue por esa imagen que, cuando surgió la posibilidad de hacer una maestría, Buenos Aires fue el destino elegido. Era la oportunidad de poner a prueba en serio, aquella visión de la ciudad, haciendo algo más que solo turistear. Su viaje, a diferencia del de Don Polidoro, no es “de placer”. Se parece a los que en el siglo XIX hacían los jóvenes de familias acomodadas, para iniciarse en la adultez. Esos en los que empezaban a formarse y adoptar las características del “ser de mundo”, que solo se incorporaban recorriendo las principales capitales “modernas”. No es tampoco un acaudalado que está hipotecando su herencia. Es sí, un docente de clase media, hijo de docentes, que está gastando -el utiliza el eufemismo “invirtiendo”- una porción de la herencia que le dejará su abuelo. Es una especie de burgués anti burguesía, que tiene varias de las aspiraciones propias de su clase, padece sus manías, sufre sus frustraciones y disfruta de sus gustos.

Ese cóctel pone a Mardones en esa nebulosa existencial. Según él, es una condición compartida con muchos de los progresistas burgueses actuales. Sería una especie de residuo identitario de una parte de la clase media argentina (con todo lo que implica usar esa vieja y deformada categoría pseudocientífica) que aflora en sus prácticas. Son las contradicciones que surgen por pensar el mundo desde la izquierda, pero desear -consciente e inconscientemente- aquello que se relaciona con las clases acomodadas a las que tanto dice detestar y culpa de todos los males del mundo.

Con esas contrariedades a cuestas, Mardones comenzó a organizar sus viajes a Buenos Aires. El primer paso fue prender la computadora y sumergirse en ese mar de aplicaciones que condensan toda la información necesaria e innecesaria que se cree deber acumular antes de emprender un viaje. Esas especies de Guías T digitales que te muestran trenes, subtes, colectivos, hoteles, comedores, museos y otros servicios útiles para el que decide visitar otra ciudad. Google Maps, TripAdvisor, Booking y demás, empezaron a desfilar por su notebook. También encontró allí, los relatos de otros viajeros. Aquello que en el siglo XIX se leía en cartas o diarios y se transmitía en el boca a boca, hoy forma parte de esa maraña digital.

Casi sin darse cuenta, Mardones cayó en la telaraña de las Apps. Su agenda se fue amoldando a sus órdenes. Una rutina construida por el algoritmo, que cerraba opciones a medida que las abría, casi en un contrasentido. A través de la pantalla, empezó a sentir que ya sabía todo lo necesario para ser un “buen porteño”. Escuchó que una voz le advertía algo en su cabeza, pero eligió ignorarla y se dejó llevar por la oferta digital. No quiso que un mal presentimiento le arruinara su imaginario recorrido por la movida porteña. Se veía tomando café en esos locales que combinan estaciones individuales con largas mesas compartidas en las cuales se puede conectar la notebook. Esos que utilizan vajillas poco convencionales como pocillos de lata que simulan ser antiguos o de diseños más sutiles y colores llamativos, que contrastan con la fría monotonía de las tazas blancas. Visto desde hoy, Mardones piensa que en ese momento fue que empezó su transformación en rastacuero. En ese instante en el que eligió entregarse a la fantasía y no le dio lugar a la advertencia que le hacía una parte de su psiquis.

El algoritmo lo guio al barrio en el que todas esas cosas que imaginó ante la pantalla se multiplican cual virus: Palermo. Después descubriría que Palermo no es el único Palermo, porque la palermización que transformó a Palermo en Palermo, hoy está palermizando a otros barrios, tal como si fuera una infección. También, entendería que hay muchos Palermos dentro del propio Palermo, aunque tampoco queda muy claro en qué lugar empieza uno y termina el otro. De todos los posibles Palermos, el docente riocuartense fue a parar al Soho, casi en el límite con el Hollywood. Más precisamente a un hostel en la calle Charcas entre Godoy Cruz y Fray Justo Santa María de Oro.

Una vez conseguida la cama, llegó el turno de la comida. Ante una nueva necesidad, la respuesta fue otra vez el algoritmo. Mardones sintió algo vulnerada su privacidad, cuando al ingresar a Instagram, la red le empezó a mostrar publicidades cercanas al lugar que había elegido para dormir. Maldijo a Meta y Mark Zuckerberg, pero igual se entregó a las ofertas. Sin demora, empezó a seguir a instagramers, youtubers, influencers y otros ers, que presentaban guías y rankings sobre los mejores lugares para degustar un café o ganarse una diabetes tipo 2, por deleitarse con delicatessens de todos los tipos y tamaños.

Dentro de la amplia gama de influencers que ofrece el mainstream actual están aquellos que parecen la reencarnación centennial de Heródoto de Halicarnaso o Calímaco de Cirene. Dicen que estos helénicos inventaron el turismo, al hacer la primera lista de lugares a los que se debía visitar antes de partir a verle la cara a Hades. A ellos y otros que retomaron sus escritos la humanidad les debe las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Esa costumbre de hacer enumeraciones sobre obras, monumentos y otras estructuras a las que había que ir para no quedarse afuera del mundo prendió y sigue hasta nuestros días. Por eso Mardones no dudó en seguir a los Calícamos de las redes que le cuentan a la gente cuáles son los imperdibles de Buenos Aires. Así, el Obelisco es el Coloso de Rodas, en el Rosedal reviven los Jardines Flotantes de Babilonia y el Cementerio de Recoleta es el Mausoleo de Halicarnaso.     

Entre tantas listas que Mardones armó, la última en tachar de su lista de listas, fue la playlist. Recurriendo al algoritmo, pero también a su memoria, decidió formar varios grupos de canciones para que lo acompañaran mientras caminaba, tomaba café o simplemente se detenía a mirar el horizonte. Es de los que piensa que la vida merece tener una buena banda de sonido. No basta con el ambiente, la música es lo que termina de darle sentido a las escenas de la vida cotidiana.

Si bien siente que nació un poco a destiempo, Mardones sabe que algunas partes de su ser se han amoldado al siglo XXI. Por eso una de esas playlist fue rotulada bajo el nombre de “la vendehumo”. En ella se reúnen una serie de temas que referencian de alguna manera a Buenos Aires. El objetivo -y de ahí la etiqueta- de este listado es acompañar las fotos que serán subidas a Instagram para mostrarle a todos sus contactos que él está en la Capital. Algo que él define como producto de un narcisismo propio y la demanda que imponen las modas en estos tiempos. Un exceso de ego que hace aparecer su costado snob y esa creencia de que a todos sus conocidos riocuartenses les hace falta saber que él está de viaje. Así, “En la ciudad de la furia” de Soda Stereo acompañará en uno de los primeros viajes a una foto de una estrellada y calurosa noche de marzo, tomada desde la terraza del hostel; “Preludio para el año 3001”, inundará un fotograma futurista del puente de la mujer y las torres de Faenalandia (Puerto Madero, para los desprevenidos); “No soy un extraño”, la imagen en blanco y negro de una tarde fría y gris en Plaza de Mayo. El proceso se repetirá de manera constante en cada una de las travesías.

 

Del Autor

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