
Nueva entrega de la zaga del Seis Naciones, con Francia como eje. Fieles a su costumbre, los galos desafían a los ingleses, esta vez en uno de sus deportes emblemas. Rugby con estilo y del bueno, de Robespierre a Napoleón y de Boniface a Fouroux
La quinta fecha del Seis Naciones presentará uno de los duelos más emblemáticos que puede haber, no solo en el rugby. Inglaterra recibirá a Francia en un encuentro que tiene demasiada historia detrás. Se trata de dos de los países que más temprano conformaron una identidad y un territorio. Se mataron a espadazos durante casi toda la edad media y parte de la modernidad. Marcaron el pulso de Europa en ese tiempo (excepto por el tramo de dominio español) y representan modelos políticos y sociales muy distintos. De un lado, la cruz de San Jorge y el solemne God save the king, del otro, la revolucionaria Tricollore y la cruda Marsellesa.
Todas esas cuestiones se cruzan cada vez que el “gallo” y la “rosa” se encuentran en una cancha de rugby. También, como veremos, sienten el juego de manera distinta. Cuando se encuentran, chocan estilos. Es que los herederos de los galos supieron darle su toque personal al deporte inventado en las islas, poniéndole el sabor del champagne y el temperamento de sus vinos.
La historia ha cruzado a estos países demasiadas veces. Hubo reyes franceses en el trono inglés y viceversa. Incluso, se metieron en una guerra de sucesión que duró más de un siglo. Ambos se denominaron alguna vez “Imperio” y cuando Alemania se salió de su cauce en el Siglo XX tuvieron que aliarse.
El Canal de la Mancha los ha visto ir y venir durante casi mil años. Francia siempre vio a Inglaterra como la potencia marítima que le impedía ir más allá. Para los británicos, el antiguo territorio de los galos implicó la puerta de entrada al continente y sus ocupantes, sus principales oponentes en el dominio del “viejo continente”. Es por eso que se metieron en tantos conflictos. Incluso, financiaban a los enemigos del otro. Por ejemplo, los franceses le daban dinero a los escoceses para que bardearan a los Ingleses y estos, negociaban con los rivales continentales de los parisinos para que desordenarles el gallinero.
En esa relación jugaron un papel muy importante los normandos (gente del norte). En el 911, cansado de tener que lidiar con los saqueos, el rey francés, Carlos III, decidió hacer un acuerdo con los vikingos y cederles una porción del territorio en el norte del país. Esa región pasó a conocerse como Normandía. Su función era defender el Canal de la Mancha de posibles invasiones.
Unos 150 años más tarde, comenzó en la Inglaterra anglosajona un tremendo lío sucesorio. Eduardo el Confesor murió sin herederos y tres tipos se postularon a sucederlo. Uno era Haroldo Godwinson, señor de Wessex con mucha influencia (y dinero). Otro era Harald Hardrada, rey de Noruega (su reclamo se basaba en las conquistas vikingas de unos años atrás). Finalmente estaba Guillermo I de Normandía (que pasará a ser conocido como el Conquistador por lo que se contará a continuación), que decía que Eduardo le había prometido el trono durante su exilio en el norte francés.
Haroldo salió de Londres y en la batalla de Stamford Bridge, se cargó al noruego. Mientras, Guillermo preparó su flota (el rey francés le ayudó con hombres y provisiones) y cruzó el Canal de La Mancha. Sus ejércitos se enfrentaron en Hastings. El sajón se llevó una flecha en el ojo y el normando se calzó la corona. Así, comenzó la Dinastía Normanda en Inglaterra, que duró casi un siglo.
Las mujeres también están presentes en esta historia. De hecho, hijas de reyes ingleses y franceses fueron entregadas para traer un poco de paz entre ambos territorios. Una de las más famosas es Isabel, la Loba de Francia. Hija de Felipe IV (le decían el hermoso, se ve que porque tenía buena pinta), se casó con Eduardo II de Inglaterra. Cómo su marido no tenía muchas luces y era bastante influenciable, tuvo que hacerse cargo del gobierno. Cuando se cansó, se volvió a Francia y conspiró para poner el trono a su hijo Edu III. Ya coronado, este muchacho sería uno de los varios motivos de un conflicto sangriento y extenso.
Para 1328, el lío sucesorio lo tenía Francia. Ninguno de los hijos de Felipe el Hermoso reinó mucho y murieron sin herederos varones. Eso hizo que la corona recayera en uno de sus primos, Felipe VI. En un principio, los ingleses presentaron sus honores al nuevo rey. En el medio, había varios acuerdos dando vueltas, debido a territorios de Francia que estaban en poder de Inglaterra, como la Guyena. Uno de esos tratos, era que los británicos no molestarán en el sur galo y los francos no ayudarán a los escoceses que buscaban independizarse otra vez. Todo iba bien, hasta que en Londres se enteraron que desde París había salido apoyo económico hacia las Highlands. Esto no le gustó nada a Eduardo III, que decidió reclamar la corona francesa debido a que él era nieto de Felipe el Hermoso.
Esa declaración fue el comienzo de la Guerra de los Cien Años. En realidad, duró más de 116, pero suena más bonito el número redondo. El conflicto tuvo de todo: se comió a cinco reyes por lado, tuvo un parate por la epidemia de la peste negra, hubo batallas sangrientas y sobre el final hicieron su entrada las primeras armas de fuego.
La guerra tuvo sus idas y sus venidas. Empezaron mejor los ingleses, pero los franceses emparejaron y llego la peste. Cuando la pandemia aminoró, los británicos recuperaron el mando y tomaron París. Cuando parecía que todo estaba perdido para los descendientes de Carlo Magno, apareció Juana de Arco. Si bien terminó muerta en la hoguera, su figura renovó el espíritu francés y estos terminaron echando a los ingleses. No está claro quién ganó el conflicto, porque las cosas quedaron más o menos iguales para ambos bandos.
Los conflictos entre ambos reinos siguieron. Continuaron aún cuando uno de ellos paso de ser una monarquía a convertirse en un imperio, con un breve interregno de pseudodemocracia revolucionaria. En 1789 los franceses se cansaron de los borbones y decidieron separarle la cabeza del cuerpo a Luis XVI. La guillotina se convirtió en la cuchilla nacional y hubo más sangre que en una película de la zaga “Viernes 13”. La revolución se comió a sí misma. Quince años después, en Francia ya no había rey, había emperador.
Napoleón aprovechó el desorden de los seguidores de Robespierre para convertirse en el amo y señor de Francia. Su Grand Armée se convirtió en el terror de todas las monarquías de Europa. En un primer momento porque levantaba las banderas revolucionarias y después porque se convirtió en un emperador voraz que no paraba de conquistar territorio.
La monarquía inglesa, que 100 años antes había sobrevivido a la “Revolución Gloriosa”, aunque cediendo terreno al parlamento, no querían saber nada con este imperio continental que amenazaba con eclipsar al suyo. Así que los reyes británicos emergieron desde las islas como los guardianes del status quo europeo. Jorge III y su heredero Jorgito IV participaron de las siete coaliciones que se enfrentaron a Francia y sus aliados entre 1792 y 1915. Napoleón los maltrató gran parte del tiempo, pero sus aspiraciones murieron en Waterloo.
Francia siguió a los tumbos durante un buen tiempo y nunca volvió a recuperar su esplendor. Inglaterra se consolidó como imperio y vivió una segundad edad de oro en el siglo XIX con la era victoriana. El XX los encontraría como aliados estratégicos frente a los avances de la nueva potencia recientemente unificada, Alemania.
El rugby llegó a Francia a finales del siglo XIX y en 1910 se suma a las selecciones británicas para dar inicio al Cinco Naciones. Los galos le dieron su impronta al deporte británico. Más elegantes por un lado y menos caballerescos por el otro, dependiendo de las épocas.
Al igual que en las islas el rugby es sinónimo de identidad. A finales de los 50 y principios de los 60 se vivió la época del “rugby champagne”. El renacer francés tras la segunda guerra mundial tuvo en la selección ovalada a una de sus embajadoras. La revolución cultural se vio reflejada en un equipo que pisaba a los rivales con estilo pleno de libertad e imaginación. Fueron las épocas de los hermanos Andre y Guy Boniface (el James Dean del deporte francés, rebelde y talentoso, murió en un accidente automovilístico a los 30 años) y Jean Gachassin.
En los 70, se produjo un cambio de época. En una especie de broma histórica, la revolución que proponían los Boniface, fue reemplazada por el temperamento de Jacques Fouroux, un medio scrum bajito y temperamental. Se peleaba con todo el mundo y bravuconeaba hasta por los codos. Manejaba a sus equipos con disciplina militar. El equipo se transformó en la Grand Armée, que imponía el rigor físico con sus delanteros. Allí surgieron nombres como los de Carrere, Spanghero, Dauga, Cester y Alain Esteve, alias “el asesino”.
Así, el estilo del rugby francés se balanceó entre esas dos facetas durante muchos años. En Le Blue convivieron la elegancia de Vincent Clerc con la rudeza de Sebastien Chabal. Después de una década de no hacer pie, los galos parecen haber encontrado nuevamente el rumbo. Vistoso, pero no elegante y pragmático, pero no brutal, el equipo dirigido por Fabian Galtier y comandado por Damian Penaud, se erige como uno de los candidatos a ganar el mundial 2023 que se realizará en su casa. Esa es su cuenta pendiente, entre otras cosas, porque Inglaterra ya tiene uno.
Juan el Extenso, un jacobino napoleónico
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