Extremos

Inglaterra e Italia están en las antípodas del Seis Naciones. El creador del rugby y el último invitado al torneo comparten una historia muy antigua que combina conquistas, muros y hasta divorcios

Llegó el turno de hablar de extremos en esta zaga sobre el Seis Naciones. Es que el domingo jugarán por la segunda fecha Inglaterra e Italia, dos equipos con recorridos bien distintos en el rugby y cuyas historias no están tan ligadas (o si, ya lo veremos) como pasa con otros países. 

La historia entre italianos y británicos – o sus antepasados- es muy antigua, pero la relación entre sus seleccionados de rugby tiene bastante menos tiempos. Es que, así como los romanos conquistaron parte de Bretaña en tiempos del Imperio, el combinado “azzurro” fue el último en sumarse al Seis Naciones.

Los romanos llegaron a las costas de la isla de Gran Bretaña (y la bauizaron así) en el primer siglo después de Cristo. Fue el primer emperador, Cesar Augusto, quien inició el periodo de conquistas. Unos años antes, Julio César había hecho unas primeras incursiones durante su campaña en La Galia, pero tuvo que volver al continente rápidamente, para contener la revuelta de Vercingétorix y luego enfiló para Roma porque empezó la Guerra Civil que lo depositaría en el poder absoluto. 

Así, en el año 43, las tropas de Augusto aprovecharon los problemas internos que tenían distintas tribus bretonas para hacerse con el poder y empezar a conquistar territorios. Pasó lo de siempre en estos casos. El invasor encuentra apoyo en alguno de los grupos locales para atacar a otro y así, entre alianzas y batallas los termina dominando a todos. 

El emperador Claudio fue el que consiguió adentrarse más en el territorio británico. Aprovechó una disputa por el trono de los Atrebates (una de las tribus pesadas del sur de la isla) para organizar una fuerza de 20 mil hombres. A fuerza de espadazos, los romanos le devolvieron el mando de la tribu a Verica y a partir de allí se expandieron por el resto del territorio. 

Durante el siguiente siglo se dedicaron a acrecentar su poder y fundaron varias ciudades que servirían de base para las actuales, como por ejemplo Londiniun, la actual Londres. Por esa época encontraron aguas termales en el sudoeste de la isla y allí construyeron unos baños termales, ese asentamiento terminaría siendo la ciudad de Bath (baño en inglés). La conquista encontró su tope en las tierras altas del norte. Como se explicó en el capítulo dedicado a Escocia, construyeron el Muro de Adriano (y más al norte el de Antonino) para protegerse de los pictos y delimitar el territorio. 

Los romanos manejaron el destino de la isla hasta finales del siglo IV y principios del V. El Imperio ya estaba partido en dos y su estructura crujía por todos lados. Para colmo, aprovechando la debacle, sajones, anglos y jutos empezaron a invadir bretaña desde el norte de Europa. En el año 410, los britano-romanos le pidieron ayuda al emperador de occidente, Honorio, para contrarrestar a los “invitados” no deseados y su respuesta marcó el final de la relación entre Roma y este territorio. Honorio se lavó las manos y les dijo que no tenía recursos para ayudarlos y que se ocuparan sólo de su propia defensa. 

Tras el final del dominio romano, las ligazones entre estos dos territorios tuvieron que ver principalmente con dos motivos: la religión y el dinero. Los pueblos que darían origen a Inglaterra heredaron el catolicismo por lo que, durante muchos siglos respondieron a los Papas de Roma, con quienes tuvieron varias idas y vueltas. Por otro lado, varias de las principales ciudades que aparecieron en Italia en la edad media fueron centros de importante movida financiera y le prestaron plata a toda Europa, incluida la corona inglesa.

En cuestiones religiosas, los conflictos entre la corona inglesa y el papado fueron relativamente menores hasta el siglo XVI. Si bien los reyes ingleses tuvieron discusiones con la Santa Sede por designaciones de obispos y alguno (como Henrique II) se comió una excomunión, en general no hubo grandes problemas. Los distintos linajes que controlaron el trono inglés fueron fervientes defensores del catolicismo. También lo era Enrique VIII, hasta que decidió dejar de rendir pleitesías.

Mucho se ha escrito sobre este rey inglés. Hasta Shakespeare le dedicó una novela. Miembro de la casa Tudor, al momento de ponerse la corona, Enriquito estaba casado con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos de España y tía del señor del Sacro Imperio Romano, Carlos V. Era toda una estrella del catolicismo y tenía mucho poder político. Pero en la pareja había algunos problemas. El principal era que no habían engendrado un heredero varón, lo que ponía en riesgo la dinastía.       

Para embarullar más la cuestión,antes de ser la esposa de Enrique, Catalina había sido su cuñada. Estuvo casada un tiempo con Arturo, hermano mayor del monarca. 

Cuentan las crónicas que Enrique era bastante “enamoradizo” y disfrutaba de demostrar su virilidad. Tuvo varias amantes que pasaron sin pena ni gloria, hasta que llegó la famosa Ana Bolena. El rey hizo match de tal forma con la joven cortesana que decidió jugarse y solicitarle al Papa que anulara su casamiento con Catalina. 

Eran tiempos turbulentos para los herederos de San Pedro. Martín Lutero ya había hecho sus denuncias y la Reforma Protestante tenía a la iglesia católica dividida en dos. Con tantos líos, el Papa Clemente VII (Giulio de Medici, nacido en la Toscana) le dijo que ni lo soñara. Estaba cantado, el pontífice no iba a permitir que la tía del recientemente nombrado defensor de toda la cristiandad sufriera semejante humillación. 

Los tortolitos no se quedaron quietos ante la negativa de Clemente VII y tomaron cartas en el asunto. Aprovechando la corriente Protestante, provocaron una revolución religiosa y crearon su propia iglesia, la Iglesia de Inglaterra o Anglicana. La Cámara de los Lores designó a Enrique como “Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra” y suspendió los pagos de aportes económicos al Estado papal y expropió bienes de la Iglesia. Desde Roma amenazaron con una excomunión y el Tudor respondió con el Acta de Supremacía de 1534 que le quitaba al Papa la jurisdicción sobre la iglesia local.

La Iglesia Anglicana se sostiene hasta hoy y trajo consigo incontables conflictos en los años posteriores. Duró mucho más que el matrimonio entre Enrique y Bolena que terminó en 1936, con ella decapitada. El volátil corazón del Rey hizo que se casara otras cuatro veces más. 

Otro ámbito de relación que establecieron Inglaterra e Italia en el pasado fue el financiero. Antes de su unificación, varias de las ciudades independientes de la península se hicieron famosas por sus negocios bancarios y financiaron a la corona británica. Una de ellas fue Génova. Ubicada en el noroeste de Italia y poseedora de un puerto importante, fue la localidad por la que se introdujo el rugby en la región.

Los marinos ingleses empezaron a difundir el deporte en los puertos junto con el fútbol en el Siglo XIX. Por esa época, Stefano Bellandi, un Italiano que vivió mucho tiempo en Francia, empezó a organizarlo en la Lombardía. 

Italia tardó muchos años en poder meterse en la discusión grande del rugby. Recién los años 70 y 80 del siglo pasado consiguió resultados importantes. Estos le permitieron posicionarse de cara al comienzo de los mundiales en 1987. El crecimiento continuó durante los 90 y en 1997 los “azzurri” derrotan de manera consecutiva a Escocia e Irlanda. Esos triunfos fueron la carta de ingreso al Cinco Naciones, que se decidió al año siguiente y se concretó en el 2000.

El debut de Italia en el Seis Naciones fue auspicioso, ya que derrotó a Escocia. Pero se quedó en eso, ya que sólo consiguió 12 más en estos 22 años. Ninguno de ellos fue ante Inglaterra. 

 

Juan el Extenso, especialista en matrimonios arreglados

 

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