La gambeta

El recuerdo de René Houseman, al cumplirse cuatro años de su fallecimiento, sirve para bucear en el origen de una de las características clásicas del fútbol argentino

“La gambeta está de luto”, escribió hace cuatro años el ex jugador de la selección Daniel Valencia, para expresar su dolor por el fallecimiento de su compañero, René Houseman. El Loco dejó está dimensión el 22 de marzo de 2018 después de pelear contra esa enfermedad tan traicionera que es el cáncer. Por su manera de jugar, se convirtió en uno de los referentes más importantes del estilo argentino. Un conjunto de características que derivan en una categoría difícil de definir y a la que se le suele llamar “la nuestra”.

Houseman gambeteaba todo el tiempo – al estilo de Ariel Ortega- y eso es, justamente, una característica fundamental de “la nuestra”. La “Gambeta” en el fútbol es el arte de engañar al marcador, cruzando las piernas, sin necesariamente tocar la pelota, evitando que el defensor pueda encontrarla.

“Gambeta” vendría del italiano “gambetta”, que significa algo así como zancadilla. Deriva del latín “gamba”, que quiere decir pierna. Sin embargo, fue la literatura gauchesca la que le dio su significado actual y contribuyó a su relación el fútbol. Todo comienza en las aves que no vuelan. La naturaleza, que es sabia, hizo que algunos de los plumiferos que no tienen la capacidad de trasladarse vía aérea, tengan patas especialmente diseñadas para correr a gran velocidad. El ñandú -la versión americana del avestruz- es conocido por cruzar y descruzar sus piernas y cambiar rápidamente de dirección.

En los textos que narran las desventuras de gauchos y malones, se dice que estas aves tenían mucha habilidad para evitar las boleadoras que les arrojaban para cazarlas. A comienzos del siglo XX, cuando el fútbol se empezó a ser popular por estos lares, algunos empezaron a relacionar esa capacidad del ñandú con la destreza que mostraban los jugadores para evadir las patadas que intentaban propinarles los contrarios.

Ese uso del término “gambeta” está asociado al fútbol rioplatense casi desde su nacimiento. Eduardo Archetti, antropólogo argentino que ha centrado varios de sus estudios en el deporte, sostiene que esta palabra es crucial para entender la idea de las dos fundaciones que tiene el fútbol argentino.

Desde la revista El Gráfico, los primeros periodistas deportivos narran que el fútbol argentino tiene dos momentos fundacionales. El primero de ellos se da a finales del siglo XIX, es la llamada fundación “británica”. Son los inmigrantes ingleses, que llegaron con el ferrocarril, quienes empiezan a jugarlo y aparecen los primeros equipos. La segunda instancia fundacional será la “criolla”, que tiene como hito asociado el título obtenido por Racing en 1913, con un plantel sin ningún integrante de origen británico.

En la fundación “criolla”, aparecen las bases sobre las que se asentará la idea de “la nuestra”. La gambeta es una parte esencial de ese fútbol creativo e individual que contrasta con el esquematizado, industrial y colectivo que practican los británicos. El fútbol rioplatense se caracteriza por la imaginación y le inventiva, que sirve para distinguirlo del de los ingleses y sus atributos de fuerza física, emparentado con la idea de una máquina con procedimientos totalmente calculados. La gambeta rompe los esquemas desde lo imprevisible, como el ñandú que cambia de dirección en plena carrera.

El jugador criollo aprende las destrezas de su propia carencia. Los campos de juego argentinos de esos tiempos eran irregulares y carecían del verde césped que requiere una práctica previsible de la diciplina. En los potreros locales la pelota tenía vida propia, picada sin ton ni son. Para poder dominarla y adaptarse a su andar, el jugador debía improvisar y estar siempre atento a esa inestabilidad. Por eso, adquiría habilidades especiales para la improvisación.

Houseman encajaba de manera perfecta en ese ideal del fútbol criollo. Nacido en La Banda, Santiago del Estero y de infancia difícil, el Hueso tenía largas y finas piernas, que tranquilamente podrían confundirse con la de los ñandúes. Sobre todo, porque las movía con una facilidad asombrosa. Parecían desprenderse de su cadera y tener vida propia. Además, era un hijo del potrero. Allí se crio futbolísticamente y eso llevó a las canchas del fútbol profesional. Improvisaba todo el tiempo y engañaba a los marcadores hasta volverlos locos.

Como muchos otros wines, tuvo una vida con demasiadas vicisitudes. Esos problemas lo alejaron muy rápido del fútbol. Fue una parte vital del Huracán campeón de 1973. Ese equipo que era comandado por César Menotti y cumplía con el mandato de las tres G (ganar, gustar y golear). También se coronó campeón del mundo en Argentina en 1978. Ese certamen que sirvió de cortina para tapar los crimines que cometió la última dictadura cívico-militar.

El destino quiso que su fallecimiento se produjera en una semana particular. Houseman se fue de esta tierra el mismo día en que cumple años Nora Cortiñas, cofundadora de Madres de Plaza de Mayo y dos antes de la conmemoración del día de la Memoria por la verdad y la justicia. En 2008, cuando se cumplieron 30 años del título en el mundial 1978, el Loco formó parte del primer gran gesto que tuvo ese plantel para con los organismos de Derechos Humanos. Un paso necesario que el fútbol dio sobre lo ocurrido en aquellos tiempos. Fue un evento organizado en el Monumental, el mismo sitio en que la selección de Menotti derrotó a Holanda, para desatar el festejo de Videla y compañía.

“Flaco, liviano, escurridizo, desprolijo en el vestir, llevaba la pelota a velocidad de vértigo aderezándola con una enorme cantidad de amagues, de pequeños frenos, aceleraciones, al punto que había veces en que era la pelota la que lo seguía a él, como un empecinado perro cachorro”, describe con su estilo a Houseman, Roberto Fontanarrosa en su libro “No te vayas campeón”. El loco fue la representación humana de la gambeta. Esa que nació con la refundación del fútbol argentino.        

 

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