Ritual

El básquet tiene un particular magnetismo que hace que cualquiera que se entregue a él, queda totalmente atrapado

Hay cosas que atrapan y no se sabe bien por qué. Se trata de cosas simples que generan una atracción espontánea. Hay personas que se quedan prendadas del aleteo de una mariposa, otras no pueden dejar ver los ornamentos de un edificio y otros quedan hipnotizados por el giro hacia atrás sobre su eje de una pelota naranja que vuela por el aire hacia un aro. El viernes pasado, el autor de este blog volvió después de mucho tiempo a una cancha de básquet y fue testigo de su impresionante fuerza magnética.

El viernes Banda Norte superó a Chañares de James Craik y avanzó a las semifinales de la Liga Cordobesa. El partido, al ser definitorio, invitaba a ser visto. Para no ir solo, el autor decidió invitar a su pareja. Ella está lejos de ser una amante del deporte. Es más, aceptó el convite para vivir una experiencia distinta y el único dato al que le prestó atención es que había un equipo que era de Río Cuarto. Eso sí, el autor le advirtió que tuviera cuidado con despistarse y terminar festejando un doble del rival.

Acostumbrado a las tardanzas habituales que se dan en las canchas de fútbol, no le prestaron atención a la puntualidad. Por ese motivo, arribaron al estadio con unos minutos de retraso, con el juego ya empezado. En el camino, se toparon con la fila para un baile en el Coloso y un espectáculo de folklore en el Anfiteatro. Una pintura tan normal antes del 2020 y ahora, un poco extraña.

Al ingresar a la cancha, el autor se reencontró con ese ambiente tan particular que tiene un partido de básquet. El sonido envuelve de una manera excepcional. La cancha se vuelve una caja de resonancia en el que el pique de la pelota, las pisadas en el parqué y el murmullo de la gente no dejan resquicio para otro sonido.

Los únicos intersticios de algo parecido al silencio es ese extraño vació que se genera cuando alguien tira un triple de esos importantes. Es una coreografía coordinada hasta el hartazgo, sin haber sido ensayada nunca. El jugador se inclina, dobla sus rodillas, levanta los brazos, calibra el tiro y lanza la pelota. Al mismo tiempo, los que están parados en la tribuna lo imitan. Los sentados, les avisan a los músculos de sus piernas que se predispongan a pararse. Todos inhalan, succionando el oxígeno, dejando al estadio en una especie vacío. Se produce un silencio que dura lo que el transito de la esfera naranja en el aire. La vista de todos está clavada en ese objeto volador bien identificado. El final de la secuencia dependerá si la bola entra o no. Si el tiro va bien, el reconocible “chaz” de la red dará paso a la exhalación en forma de alarido (La onomatopeya es totalmente subjetiva, cada quien es libre de traducirla de la manera que le guste). Si el envío es malo, aparecerán ruidos menos satisfactorios como el “toing” del aro y la exhalación se oirá en tono de decepción.

Cómo participante de ese evento, el espectador también pone en juego su cuerpo. Por eso con la cancha vacía el espectáculo no es el mismo. Es necesario para completar esa especie de ritual. Incluso, esa manera de involucrarse permite identificar quien es un asiduo habitante de la tribuna y quién está allí por primera vez.

Ese sonido envolvente se compone también de los aspectos negativos del “folklore” del deporte. Algunos asistentes (no todos), deciden expresar sus emociones a través de imaginativos improperios hacia los árbitros y hacia los rivales. Mucho se ha hablado de como transforma a un ser humano el ambiente de cancha. Incluso en tribunas que se creen pulcras, como las del rugby, el insulto aparece.  

Es notable la capacidad que tienen los protagonistas para aguantar los insultos sin reaccionar. En el básquet no es como en el fútbol. No hay un alambrado que separa a agresor de agredido. El contraataque está al alcance de la mano.

No todos son insultos. No todos los integrantes del público canalizan el ambiente por ese lado. Pero si es cierto que quien ingresa a la cancha, se ve atropellado por ese torrente de emociones y queda atrapado. No hace falta saber del deporte para que esto pase. La cuestión es más emotiva que racional.

El básquet, por lo menos en Río Cuarto, no tiene “barras” o “hinchas caracterizados”. En lo que sería la tribuna popular, detrás de uno de los aros, los que llevan la batuta del aliento son niños y cuasi adolescentes con banderas. No tienen la organización de los Leones o la 14, pero se encargan de que no haya silencios.  

Es un magnetismo particular el del básquet. Tiene que ver con ese vértigo que le da su propia mecánica. Ese transitar de un lado al otro, cual avenida concurrida. Hay una tensión permanente en cuanto al resultado. Ninguna ventaja es totalmente definitiva. Por ejemplo, en el partido del viernes, Banda Norte pasó de ganar por 13 a perder en menos de un cuarto. Es uno de los deportes en el que el tiempo es tremendamente relativo. Cuando se gana, dos segundos es una eternidad y cuando se pierde representan una exhalación. Además, cada jugada puede ser espectacular.

La combinación entre lo que pasa adentro de la cancha y lo que se vive afuera es tan efervescente que hace que se olvide bastante el exterior. El estadio se vuelve un mundo en sí mismo. Es un ritual en el que se ponen en juego dimensiones emocionales. Las prácticas particulares de ese espacio sólo se entienden ahí y no serían admitidas en otros lugares. No se anda por la calle a los saltos o insultando a garganta pelada a todo el mundo.

Mientras pensaba en todas esas cosas, notó que a su lado se estaba produciendo un ejemplo de ese magnetismo tan particular. Su pareja estaba totalmente compenetrada en el juego, saltando de su asiento y agitando los brazos como si fuera una hincha de Banda Norte de toda la vida. Era una más de las y los participantes de ese ritual llamado partido de básquet.

Del Autor