
La final de la Champions brindó varias aristas de las cuales hablar. Entre otras cosas, se jugó con gente en las tribunas y ninguno de los equipos tuvo que improvisar un arquero
Todo lo que ocurre en la realidad, hasta lo más cotidiano, puede ser el origen de una novela de Roberto Arlt o un cuento de Cortázar, si se lo sabe narrar. Con el deporte pasa algo similar. Todos los eventos arrojan aristas para contarlos y no necesariamente estas se relacionan con el resultado.
Cualquier partido de fútbol está lleno de historias. Si ese encuentro, encima es una final de Liga de Campeones de Europa, las posibilidades se multiplican. Hay mucha información dando vuelta.
El sábado el Chelsea se quedó con el torneo de clubes más importante del mundo al derrotar al Manchester City. El partido presentó varias aristas desde donde atacarlo periodísticamente.
Un acercamiento musical, fue revivir la batalla del Britpop que se dio a mediados de los 90 en el Reino Unido. De un lado estaban los hermanos Liam y Noel Gallagher y su banda Oasis. Hijos del corazón obrero de Manchester e hinchas del City, siempre mostraron una estampa de tipos duros y algo descontrolados. En la otra esquina estaban, Damon Albarn y Blur. Londinense e hincha del Chelsea, el rubio siempre fue más asociado a una clase media un poco más refinada. Los medios aprovecharon el aquella rivalidad para musicalizar el encuentro del sábado.
Ambas bandas marcaron el renacer del rock inglés, con las guitarras sonando bien al frente y un dejo de psicodelia en sus melodías. Un incidente en una fiesta desató la batalla, que luego continuó en los medios y en las bateas. La pelea se apagó junto con el Britpop a principios de este siglo.
Contemporáneos de la batalla del Britpop, son los primeros pasos de otra de las aristas desde la que se puede entrar al partido disputado en Oporto: la Premier League. Fundada en 1991, la liga inglesa se erige como un paradigma dentro del fútbol neoliberal. Su creación está íntimamente ligada a la figura de Margaret Tatcher.
En 1985, tras la tragedia de Heysel, protagonizada por los hinchas del Liverpool, la “Dama de Hierro” les prohibió a los clubes ingleses participar de torneos continentales por cinco años. Poco amiga de todo aquello que tuviera que ver con la clase trabajadora, la Primer Ministra empezó su “cruzada” contra los hinchas. El pretexto fue sacar a los Hooligans de las canchas, pero en el proceso se llevó puesto a los simpatizantes comunes, esos que sostenían a los clubes.
La imposibilidad de jugar las copas europeas y la inversión que tuvieron que hacerse para garantizar las medidas de seguridad, llevaron a los clubes a una debacle económica. Allí, aparecieron los capitales privados, magnates de distintos países empezaron a quedarse con las instituciones. Así, en la final del pasado sábado la jugaron un equipo que pertenece a los Emiratos Árabes (City) y otro un empresario ruso (Chelsea).
El combo se completo con la decisión de sacarle a la BBC (cadena estatal) la televisación y entregarla a las leyes del mercado. Así, la Premier se volvió un producto caro al que sólo acceden quienes tienen plata para pagar el abono de TV o los que pueden desembolsar una importante cantidad de dinero para ir a la cancha. Las entradas se encarecieron y la clase obrera se quedó afuera de las tribunas.
El hincha en la cancha, esa imagen que hoy es tan lejana para los de este lado del mundo. El contexto general en el que se jugó la final es otro aspecto abordable. Fue muy disruptivo si lo comparamos con lo que ocurre aquí. Hubo gente en las tribunas y ninguno de los equipos se vio obligado a presentarse con su plantel minado de casos de coronavirus.
La pandemia desnudó las desigualdades del mundo y las del deporte también. Mientras en Europa y Estados Unidos la segunda ola empieza a bajar, en este lugar del mundo la secuela de la saga del coronavirus está en todos los cines.
A principios de mayo, los organismos internacionales alertaban que el 90% de las vacunas que se produjeron habían quedado en manos de los países más ricos. Eso, sumado a las facilidades económicas para disponer de testeos cotidianos, hicieron posible que en esos lugares la gente empiece a volver a los estadios y los calendarios puedan ser respetados sin demasiadas complicaciones.
La diferencia se hace notable. Mientras Europa ya tiene todo listo para su torneo continental, Sudamérica se quedó sin dos de sus sedes a menos de quince días del comienzo. La desigualdad, con sus diversas caras, llevaron a Colombia y a Argentina a bajarse.
Pero la Conmebol, ese estado supranacional que habita estas tierras, parece encerrada en su propia burbuja. Es un reino fantástico en el que el coronavirus no existe. Será por eso tal vez, que encuentran en Jair Bolsonaro a un aliado. Así, la Copa América se va a hacer el país en el que el Covid-19 es solo una “gripezinha” y los muertos que se cuentan por millones, son sólo una ilusión.
Que la Copa América no se haga en Argentina es un gesto de sentido común. Es una cucharada de realidad y hasta de respeto hacia los demás deportes. Este país dijo que no podía organizar un torneo sudamericano de atletismo de tres días cuando los casos diarios no superaban los 20 mil. Realizar un certamen que dura un mes a lo largo de todo el territorio, cuando se cuentan el piso hoy es de casi 30 mil, hubiese sido una tomada de pelo.
Mientras el norte rico parece haber encontrado el camino hacia la normalidad, por estos lados el final del túnel parece más lejano. Allá se jugó la final de la Champions con gente en las gradas, acá la Liga Regional no sabe cuando reanudará su torneo. Es el karma de vivir al sur dijo alguna vez el poeta popular Carlos Alberto García Moreno.
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