
La pandemia demostró que se puede vivir en mundo sin fútbol, pero a esa existencia le faltará
En la tradición occidental el domingo suele ser el día de descanso, el momento de calma antes de volver al abrumador movimiento de la semana. Algunas personas sienten que en el pasar de sus horas se recrudece la soledad. Otras, sufren por que se les escurre el tiempo y la sombra del lunes se ve cada vez más grande. Los creyentes de la religión oficial argentina dicen que es el “Día de Dios” y también el instante en que su mesías venció a la muerte. Por su parte, aquellos que se dedican al periodismo deportivo, como es el caso del autor de este ensayo, lo viven de manera particular.
De chico, quien escribe, los disfrutaba de manera particular. Desde los madrugones con la Fórmula 1, hasta el cierre nocturno de Fútbol de Primera y Paso a Paso, veía, leía y escuchaba todo lo que tenía a su alcance. Le molestaba tener que hacer las actividades sociales y familiares que habitualmente se realizan los domingos. Odiaba cuando terminaba el resumen del último partido de la fecha y llegaba la hora de irse a acostar.
Cuando comenzó su carrera profesional, los domingos se volvieron más coloridos aún. Inmerso en el mundo del periodismo deportivo, la acción se disfrutaba más. Ver un partido de fútbol no implicaba “perder el tiempo”, se trataba de ganar experiencia para su vida laboral. Ir a la cancha a ver partidos de la Liga Regional o los torneos federales abría la puerta al mundo que tanto ansiaba conocer. Las previas, los vestuarios, las charlas con colegas y protagonistas, los comentarios de la gente y todo lo que incluye un domingo en una cancha eran un espectáculo muy especial.
Con el correr del tiempo, le ocurrió algo que nunca pensó que le iba pasar. Con apenas 12 años de carrera, el gusto se convirtió en rutina. Ir a la cancha ya no le generaba la misma ilusión que antes. Preparar la mochila ya no tenía ese sabor especial e imaginar el largo cierre en el diario no implicaba una inyección de adrenalina. Empezó a ver que su rostro ya no aparecía en las fotos de las celebraciones familiares y le molestaba ver las publicaciones de sus amigos en Instagram. Ellos en una plaza disfrutando del aire libre y él al rayo del sol, en una cancha semivacía, cronicando un soporífero 0 a 0 (o peor, encerrado en una redacción bajo las frías luces blancas).
La llegada de la pandemia implicó que dejara la sección de deportes temporalmente y el cambio de francos hizo que ya no trabajara más los domingos. Para su vergüenza, debe confesar que se alegró. Con restricciones y todo, pensó que estaría bueno volver a descubrir un día que tenía borrado.
De acuerdo a lo permitido o no por la pandemia, hizo diferentes actividades. Una de las que más disfrutó fue la de poder almorzar sin apuro. Se brindó entero a comilonas, sin tener que pensar en que tendría que irse hacía alguna cancha. Pudo saborear largas sobremesas liberado de la dictadura del reloj.
También leyó mucho y en distintos espacios de su departamento. Quizás su mayor placer (cuando estuvo permitido) fue salir a caminar. Diseñaba alguna ruta y partía a recorrer calles de la ciudad que no había transitado o a las que nunca les había prestado atención. Los amplios jardines de las casas de dos pisos que quedan en la calle San Martín, las anchas veredas de la Presidente Perón y las arboladas cuadras de la calle Pringles, fueron algunas de las simples cosas que desviaron su atención.
Con el correr de los meses, se dio cuenta de que sentía un ligero cosquilleo en su interior. El domingo pasado, el primero después de la fase 1, esa sensación fue más intensa. Culpando al almuerzo, pensó que los choripanes al horno no habían sido una buena idea. Decidió que esta vez la caminata no iba a ser planificada. Iba a salir sin rumbo y confiando en sus piernas, al estilo de los hobbits de Tolkien.
Al poco tiempo de empezar a caminar, mientras iba pensando en cosas cotidianas, notó que cruzaba un espacio conocido. Se trasladaba raudamente por la avenida España. A su derecha lo escoltaban las estatuas de Plaza San Martín y al frente se levantaba una casona de estilo antiguo. Estaba ante la sede de Estudiantes y de fondo se adivinaban las tribunas del Candini. Sus piernas habían ido donde tantas veces iban los domingos. Algo confundido, se dijo que no podía ser. No podía gastar horas mirando geografías que conocía con todo detalle. Intentó volver a nublar su cabeza y comenzó a caminar buscando otro rumbo.
Cuando quiso acordar, sus piernas le habían gastado otra broma. Sin quererlo se encontraba caminando por el boulevard Jaime Gil, a la vera de una de las tribunas de la cancha de Atenas. Decidió dar media vuelta para alejarse de la bombonera alba.
Por más que quiso, no pudo alejarse del destino en el que insistían sus piernas. Al poco tiempo cayó en la cuenta de que estaba en el barrio Santa Rosa, más precisamente en la esquina de Caseros y Las Heras, bordeando las instalaciones del Sportivo Municipal.
Ante la tremenda contundencia de las pruebas, no pudo más que darle la razón a aquellas teorías que hablan de la memoria del cuerpo. Sus piernas comprendieron de manera inconsciente el significado de aquella sensación extraña. No eran los choripanes. Su instinto lo llevó a los lugares que sin darse cuenta añoraba y que tanto extrañará en 2020.
La Liga Regional no volverá por un buen tiempo. El único fútbol que se podrá ver por estos lados será de la Primera Nacional. Tampoco está claro eso. La vuelta del certamen que disputa Estudiantes todavía no tiene fecha y no hay rastros de certezas sobre cuándo regresará.
Está claro que la decisión de los dirigentes ligueros fue la correcta. Resulta impensado ponerse a jugar al fútbol en medio del actual contexto en el que se encuentra la región. De todas maneras, resulta un poco triste saber que no habrá pelotas rodando en las canchas de la ciudad y la región.
Pensó en la cancha de Centro Cultural Alberdi y en la de Banda Norte en el corazón del Parque Sarmiento. La imagen de esas moles de cemento, mudas un domingo, le tocó la nostalgia. Se enojó un poco consigo mismo por haberse alegrado de ese silencio y rezongó de su egoísmo.
Supo en su interior que las molestias de tener que trabajar los domingos, no se comparaban con el vacío existencial que sentía sin tener canchas a las cuales asistir. Sin caer en los extremos, pensó que uno de los tantos mensajes que está mandando la pandemia es que se puede vivir en un mundo sin fútbol, pero a ese mundo le faltaría algo fundamental y -por sobre todas las cosas- sería un mundo más triste.
Del Autor
Foto: Tinta Deportiva