Crónicas de un pajuerano X

No se va a llamar "adiós"

Después de dos años, Mardones se despide de Buenos Aires, aunque no encuentra las palabras para hacerlo

“No se va a llamar Adiós”

Entre tantos paseos y noches de soledad, Mardones encontró un lugar en el cual expiar algunos de sus pensamientos. Ese espacio se compuso de su libreta y su tablet. Tras pasar tanto tiempo consigo mismo, empezó a aburrirse de las conversaciones que tenía con su mente y así decidió dejar testimonio de sus viajes. Fue la manera en la que consiguió descargar su disco rígido, para poder concentrarse en el verdadero motivo de su viaje.

Así, abrió un documento en su google drive y fue volcando sus experiencias, sensaciones, tribulaciones y lamentos. Como si fuera Ricardo Darín en el Secreto de sus ojos, cuando una idea venía a su mente y no estaba en condiciones de sacar la tablet, apelaba a una pequeña libreta que le regaló su hermana y una lapicera.

Para demorar el momento de acostarse, se sentaba en alguno de los espacios comunes del hostel y escribía. A veces solo eran oraciones sueltas y a veces textos completos. Repasaba su día o planificaba el siguiente. En los cafés de especialidad, aprovechaba el ausentismo generalizado de sus acompañantes, para encorvar la espalda y meterse de narices en sus textos. Cuando no lo hacía, se metía en las pocas conversaciones ajenas que había a su alrededor, que le servían de inspiración. De esas charlas surgían personajes para textos futuros.

Pasado el tiempo, acumuló varias historias inconexas. Al ver esa cartografía pensó que sería una buena idea organizarlas en forma de crónicas y ver qué pasaba. Pensó que un buen título podría ser “Crónicas de un pajuerano”.

La mañana del 3 de diciembre de 2024, sentado en un bar de calle Corrientes, Mardones abrió ese documento y sintió ese incontenible anhelo por lo que ya pasó que es la nostalgia. Esa noche se dormiría por última vez con el cielo porteño de testigo. A la mañana siguiente la luz del sol de riocuartense se filtraría por la ventanilla del colectivo y lo despertaría. Ese iba a ser el aviso oficial de que la travesía de dos años había terminado. Si bien quedaban muchas cosas por saldar con la maestría, el cursado llegó a su fin.

“Tengo que escribir un gran final”, se dijo a sí mismo como si estuviera en una película y alguien escuchara sus pensamientos. “¿Por qué hay que tener un gran final? -siguió el monólogo de su conciencia- ¿Qué es lo que nos obliga a cerrar las historias simples con finales fuera de lo común? ¿Por qué sería mejor escribir que mientras está sentado en ese café en Corrientes ve pasar a la pareja de la canción “11 y 6” o que, fruto de una ensoñación ve cobrar vida a las estatuas de Olmedo y Portales?”. El mozo llegó con el pedido y el brillo dorado de las tres medialunas le interrumpió el onanismo mental.

La primera factura desapareció en tres bocados. Casi ni percibió el sabor del manteca. Se chupó los dedos antes de usar la servilleta y se despojó de las migas del bigote con un ligero movimiento de la boca. “Otro final aceptable sería ponerme el sombrero de Sabina y decir que voy a extrañar todo por la mera de costumbre”, se dijo. Pero lo descartó por que nadie se lo creería y además, no era cierto. De ninguna manera iba a extrañar los empujones en el subte o el olor a orina con el que lo recibían algunas de las calles porteñas a la mañana. Dormir en un hostel otorga experiencias pintorescas, pero de ahí a añorar ruidos y olores ajenos, hay una provincia de distancia. Encaró la segunda medialuna y descartó la opción melancólica. Despedirse de Buenos Aires en clave tanguera era obviedad pura.

Sostuvo la taza de café con una mano y se quedó duro mirando la pantalla. Sintió que la pose pseudointelectual podía convocar a las muzas. “¿Y si hacés una crónica con todo lo que viste en tus caminatas?”, le contestó por What´s App su compañera. La idea no era mala, pero tenía el problema de la extensión. Fueron dos años de caminar por una ciudad eterna. No hay cantidad de caracteres capaz de sintetizar toda la topografía de Buenos Aires. No tiene claro si los barrios porteños son cien, pero si sabe que son demasiados para comprenderlos en una sola crónica.

En la taza no quedó más que un rastro de espuma. Las medialunas desaparecieron. Mardones le pidió la cuenta al mozo con esa clásica combinación de gestos que no amerita palabra. El mediodía llegó con el documento todavía en blanco. Su última mañana en Buenos Aires se fue en ese café. Quizás la respuesta era que no hubiera final. ¿Por qué forzar un adiós que no se siente? ¿Por qué poner en palabras aquello que las palabras no quieren decir? Cerró la tablet y salió caminando por Corrientes a decirle hasta luego a esa ciudad que nunca terminará de despedir.   

 

Del Autor

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