
City Tour
Bienvenidos a Buenos AiresBuscando dejar atrás la realidad, Mardones se sube a un bus que invita a recorrer lo que Buenos Aires quiere mostrar
City Tour
“Hoy toca fingir demencia. Hoy no quiero realidad, quiero fantasía”, pensó Mardones. Era el lunes 14 de agosto del 2023. Unas horas antes Javier Milei había ganado las PASO. Invadido por tribulaciones y lamentos, atravesó abatido la rampa de Retiro. Dos premoniciones le tiraban los hombros para abajo. Primero, Milei iba a ser presidente; segundo la cosa se iba a poner fea. Cuando salió de la boca del subte D en Plaza Italia, el sol se asomaba tras unas nubes livianas. Sintió que lamentarse de antemano por algo inevitable era inútil. “Si lo que viene no es el fin del mundo, se parecerá bastante. Winter is coming”, escribió en uno de sus grupos de Whats App. La frase de la casa Stark le recordó esas escenas de las películas épicas en las que los que van a morir disfrutan su última noche celebrando como si no hubiera mañana, porque justamente no hay mañana. “Ya está” – dijo cual Arquímedes- “Hoy no voy a pensar en el fin del mundo, voy a disfrutar antes de que llegue”, sentenció.
Así decidió que ese día no iba a ser un estudiante de maestría en Baires, iba a ser simplemente un turista sin ataduras. Ese día no iba a hurgar en los cajones de la ciudad, iba a dejar que ella le mostrara lo que quisiera. Ese día no estaba de ánimo para ver el entramado del Once o hacer una etnografía de un barrio de clase media como Parque Patricios. Ese día iba a hacer lo que hace un turista tradicional, iba a hacer un city tour.
Desayunó opíparamente en un café de especialidad en Palermo. Un local puesto en una casa antigua recuperada, con patio, galería y vajilla comprada en algún mercado de pulgas. Después enfiló por Calle Las Heras hacia el coqueto barrio de Recoleta, desde donde partía el bus turístico. Al llegar, dos jóvenes lo saludaron muy sonrientes. Para que su papel de turista fuera completo, Mardones fingió ser primerizo en Buenos Aires. Ante esa mentira piadosa, una de las chicas desplegó un mapa de gran parte de la ciudad e indicó la ruta del colectivo. Contó Buenos Aires en menos de cinco minutos. Mardones respondió a todo asintiendo con la cabeza y poniendo lo que, según él, es cara de turista. Pagó los $5.000 que sale el pasaje sin chistar y cayó a su conciencia -y a su bolsillo- que tenían ganas de decir algo frente al costo que tenía subirse al bendito colectivo.
Al subirse, Mardones respiró aliviado, las siete personas que estaban en el piso superior no hablaban español. Se sentó sólo en la segunda fila y escuchó las charlas de los demás. Distinguió el portugués en la familia tipo que estaba detrás suyo. Las tres señoras del fondo hablaban el inglés de las series estadounidenses. A ninguno de todos ellos les interesaban los avatares del país.
Mientras el colectivo se ponía en marcha, Mardones se calzó los auriculares para tener la experiencia completa. La voz de Gustavo Cordera cantando “La argentinidad al palo” lo aturdió. Bajó el volumen y pensó que al que hizo la playlist no se le ocurrió que la canción no era una oda a las virtudes argentinas. Ni hablar de esa práctica habitual porteña de confundir “Argentina” con “Buenos Aires”. La de la Bersuit es la primera de una banda sonora que incluye a Gardel, Piazzola y Cacho Castaña.
Con la Bersuit de fondo, la engolada voz de una locutora da la bienvenida y anuncia el inicio de la travesía. De arranque, Buenos Aires se mostró como Buenos Aires quiso, quiere y querrá ser vista: europea, clásica y glamorosa. La realización del sueño que soñaron los que mandaron en el país en el Siglo XIX. El colectivo empezó su recorrido por la coqueta avenida Alvear. De costado se ve la fachada de la Basílica de Nuestra Señora de Pilar y el Centro Cultural Recoleta. “La avenida Alvear es una de las arterias más importantes de la vida social y política de Buenos Aires. Con sus palacios construidos con la influencia del academicismo francés, es el hogar de las principales embajadas internacionales…” cuenta la locutora mientras el bus se abre paso en esa arteria que parece la escenografía perfecta para una publicidad de ropa de la China Suárez.
“La Calle más larga…” cantó Cordera y el bus enfiló por la 9 de Julio. Error de la canción o simplemente un juego de palabras, la arteria de alrededor de tres kilómetros es en realidad la más ancha del mundo con 140 metros. En ese punto del recorrido, Buenos Aires no pudo con su genio y empezó a mostrar lo que no quiere que se vea. Cordera se calló y fue reemplazado por la música clásica que anuncia la llegada a la primera parada, el Teatro Colón. El problema es que la grabación está hecha sin tener en cuenta el caos del tráfico porteño. Del romántico aire de la avenida Alvear ya no quedó nada y ahora todo es el vértigo de la ciudad palpitante. Bocinas, sirenas, insultos, la Buenos Aires viva rompió el esquema cronometrado de la fría grabación. Cuando llegaron al teatro, la robótica locutora ya estaba hablando de la Plaza de Mayo.
Al pasar el Colón la grabación se cortó. Una voz parecida a la de Darth Vader anunció que las paradas 2 y 3 del recorrido no podrían llevarse a cabo. Mardones adivinó el motivo antes de que lo dijeran: “Una protesta”. Habitualmente, después del teatro, el colectivo deja atrás el Obelisco y recorre avenida de Mayo desde la Rosada hasta el Congreso, mismo tramo que realizan habitualmente las manifestaciones. Esta vez no pudo ser. Los brasileños de atrás quedaron decepcionados, aunque, pensó Mardones, no se puede decir que se ha conocido Buenos Aires si no se cruzó uno con alguna protesta.
El colectivero pisó fuerte el acelerador y dejó atrás los Jacarandás de la 9 de Julio. “Mi Buenos Aires querido…” La voz Gardel abrió paso a la postal de Buenos Aires que todo turista quiere tener. Es hora de visitar los arrabales del sur. Donde nació el tango y donde vive el tango que se vende. El del tipo peinado a la gomina que se saca fotos por dos mangos. Primero San Telmo, hogar de los conventillos y solares convertidos en casas de antigüedades en los que se pagan fortunas por cualquier cosa que parezca más o menos vieja. También de bodegones que desprenden aromas a guisos, salsas y fritangas. Después La Boca, con el “pintoresco” Caminito y la imponente Bombonera. El olor del Riachuelo se confunde con el de carne asada que viene de las braserías que rodean el estadio.
“No te dan tiempo a pensar nada”, se dijo Mardones cuando el colectivo dejó atrás raudamente el barrio de Barracas y el verde de Parque Lezama. El turista no debe detenerse mucho en el sur. No debe correrse de los límites del recorrido. No vaya a ser cosa que se encuentre con la Buenos Aires que no queremos que vea. La posibilidad de reflexión se ve interrumpida al ingresar en una especie de túnel del tiempo. Tras cruzar el paseo del bajo, los conventillos se convirtieron en edificios futuristas. Del pasado al futuro en pocas cuadras. De La Boca a Puerto Madero. El turista ahora se encuentra con lo que Buenos Aires quiere ser en el futuro. De la ropa colgada en el balcón a los ventanales vidriados que reflejan el sol. Comedores con precios exorbitantes y autos último modelo transitando sin rastro alguno de caos. Las calles llevan nombre de mujer, para demostrar lo progre que es Buenos Aires y de fondo suena la premonición de Piazzola sobre el Buenos Aires del 3001.
Tras el viaje futurista, llegó un respiro. Veinte minutos para bajarse a recorrer la peatonal de calle Florida o estirar las piernas. Mardones no se bajó. No quiso tener que vérselas con la realidad que los televisores de los comedores muestran. De refilón vio la palabra “dolarización” y se le cerró el estómago. Los brasileños no volvieron, pero sus lugares fueron ocupados por una pareja de españoles. El bus arrancó para internarse en Retiro, pero no en el Retiro que Mardones conoce, ese que se palpa desde la terminal, con la villa de fondo y el olor a comida frita. El bus recorre el Retiro de la plaza San Martín y de los grandes rascacielos. Las torres de las grandes empresas que mandan en el país.
“Hoy compré revistas en Palermo…” sonó la voz de Fito Páez en una versión en vivo de “A rodar mi vida”. “Que obviedad”, sonrió para adentro Mardones. El bus dejó atrás la avenida del Libertador con su romana Facultad de Derecho y su moderna Floralis y se metió en de lleno en el viejo territorio de Juan Manuel de Rozas. Mardones hizo el esfuerzo para ver ese Palermo como lo vio la primera vez. Volver a ser ese turista obnubilado por su supuesto vanguardismo. Vio con esos ojos las calles que recorría tan a menudo. Trató de sentir la misma sorpresa que los españoles ubicados detrás suyo.
Después de cruzar los bosques de Palermo, el bus se internó otra vez en Recoleta y allí terminó su recorrido. Mardones se bajó satisfecho por no haber pensado en la actualidad durante más de tres horas. Su estomago fue el primero en indicarle que era tiempo de almorzar. Fiel a su idea de que allí se terminaba el mundo, comió un bife de chorizo rodeado de extranjeros en una parrilla en Palermo. Durmió una larga siesta en el hostel (obviamente no fue a cursar) y como nunca en su vida, terminó el lunes tomando pintas y comiendo papas con cheddar en una cervecería en frente de Plaza Cortázar.
El dolor de cabeza lo despertó a la mañana siguiente. Desayunó un te con una fruta sentado en el estar del hostel. Era hora de volver a ver a la Buenos Aires cotidiana. Era hora de ver a la Buenos Aires que Buenos Aires no quiere que vean los extraños. Era hora de ver a la Buenos Aires en la última hora de la razón. Era hora de enfrentar a la Buenos Aires del fin del mundo.
Del Autor
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